Alimentar al lobo bueno: la utopía en el cine

Por Míriam Fernández Fuerte

 

 

 

El cine y, en general, todo el arte audiovisual, refleja lo que somos. En ocasiones obvio y en otras no tanto, hasta la obra menos pensada puede decirnos algo sobre nuestro tiempo: sobre nuestros miedos, nuestros odios, nuestras pasiones, nuestras obsesiones.

Si de algo me ha servido hablar y reflexionar sobre las utopías durante las últimas semanas ha sido para querer darle más sitio a la esperanza, y para creer que esto puede ser realmente útil. Como decía Martorell en su libro “Contra la distopía”, pensar en negativo y con tintes más o menos catastrofistas siempre me ha hecho sentir de algún modo más “aguda, rebelde”; cuando lo cierto es que, mirando alrededor, lo verdaderamente rebelde hoy sería defender justo la posición contraria.

En un intento de desintoxicación de futuros perdidos, me propuse estos días ver alguna película que pudiera decirse que trata sobre utopías o cuya historia se desarrolle de algún modo en un contexto más o menos ideal o deseable. Sabiendo que el cine de alguna manera nos define, podríamos afirmar con pocas dudas que no vivimos precisamente en la edad de oro del optimismo.

No es fácil encontrar obras, actuales o no, que hablen o planteen un futuro mejor. Es bastante habitual leer listas de presuntas utopías que, o bien confunden el concepto, o nunca lo son en su totalidad: que siempre son una utopía para unos pocos privilegiados a costa de que los menos afortunados vivan en condiciones distópicas (lo cual, dicho sea de paso, no resulta muy novedoso con respecto al actual estado de las cosas), estilo “Metropolis” o “In time”, sentenciando así que no es creíble un futuro justo para todes a la vez. Otra posibilidad es encontrarlas, pero que te quede un regusto de decepción al ver cómo estas obras son calificadas de “suaves”, “amables”, “infantiles” o “ingenuas”, como si no fuese algo realmente serio, una historia cursi para niñes aunque no sean películas dirigidas a este público.

Lo ingenuo es todo aquello que no llega a ser realista por no resultar infalible en absolutamente todos sus aspectos; refiriéndonos a otros futuros posibles no capitalistas, porque no alcanzamos a creernos la viabilidad de esa alternativa económica, social, cultural, organizativa, laboral, ecológica, etc. ¿Cómo puede esto no resultarnos llamativo cuando al pensar en el sistema actual los inconvenientes aparecen por doquier y, sin embargo, hemos llegado a creerlo inevitable? ¿Quién nos ha convencido para aceptar un sistema imperfecto sin ningún cuestionamiento y sin embargo, calificar de inviables y naïve otras opciones asimismo válidas e igualmente imperfectas?

Dediqué una tarde a dos obras, “La belle verte” y “Tomorrowland”. La primera (“El planeta libre” en español) es una película de 1996 dirigida por Coline Serreau, que cuenta cómo de un planeta liberado del capitalismo recibimos a una visitante en la Tierra para “desconectar” a algunos de nuestros individuos y hacernos evolucionar más rápidamente hacia un futuro parecido al que elles viven. La película no es la cumbre del género (y presenta “el mundo mejor” con ese cliché que poca ayuda nos presta para venderlo como una alternativa actual, con todo el respeto a formas de vida más ¿hippies?), pero te hace sonreír casi con embarazo en esas ocasiones en las que haciendo uso de la ventaja del asombro con la que contarían seres que nos vieran desde fuera pone en evidencia lo ridículas que pueden llegar a ser algunas verdades absolutas como la utilidad del dinero (“- ¿Incluso comida? – Pero si no comes, mueres. – Les da igual. Si no tienes dinero, no tienes nada”), el concepto del ser humano como mero objeto o mercancía identificable como cualquier otra (“- Necesita papeles que demuestren que existe. - Pero… sí existe”) o la de que el sistema siga funcionando infatigablemente porque sí (“- ¿Para qué sirve? – Para nada. - ¿Entonces? - Qué más da si sirve para algo. Es perfecto para las estadísticas”); comprendiendo ese momento en el que denominan a este estado de cosas como su Prehistoria. Una sonrisa amarga, claro, porque ojalá no necesitáramos dinero para sobrevivir, un papel para poder ejercer nuestros derechos básicos o tener que participar a toda costa en la máquina que todo lo mueve, aunque no aporte ningún valor, aunque estemos completamente alienados. Es fácil hacer chistes sobre lo absurdo, no tanto afrontar que estamos totalmente envueltos en él.

La segunda película, “Tomorrowland” (2015, Brad Bird, Disney), no plantea exactamente cómo sería una sociedad mejor (salvo algunas imágenes futuristas de trenes y cochecitos de bebé voladores, trajes espaciales y cohetes) sino la posibilidad de un mundo paralelo creado por los mejores científicos, intelectuales y artistas como alternativa a un mundo que se consume y con los días contados. Comienza el filme con dos voces; una, la de George Clooney, que empieza diciendo que ésa es una historia sobre el futuro, el cual puede dar miedo (el sello de nuestros tiempos); y otra, la de la protagonista, que le exhorta varias veces a hablar en un tono más esperanzador y positivo; más “alegre”. ¿Es esto, de nuevo, ingenuo? ¿Es ingenua la alegría? ¿O es un salvavidas, como más adelante se va mostrando, una trinchera irrenunciable?

Alegría o realismo; esta dicotomía que sólo parece serlo es las dos caras de una misma moneda que señala los motores para el cambio, ambas necesarias: es fundamental el pesimismo para desear una movilización, es fundamental el entusiasmo para canalizarla. Y ahí está la triste trampa del boom de las distopías: que la combinación de mostrar continuamente lo terrible por acontecer, aunque sea con ánimo de despertar conciencias, y la creencia firme de que “no hay alternativa”, es una combinación fatal. Es el botón de off. Como se lamenta Hugh Laurie en el filme con tono reprobatorio:

En todo momento existe la posibilidad de un futuro mejor, pero vosotros no os lo creéis. Y como no os lo creéis, no hacéis lo necesario para que se haga realidad, así que os regodeáis en ese horrible futuro y os resignáis a él por una razón: porque ese futuro no os pide que hagáis nada”.

El bombardeo de ideas sobre un devenir perdido, que en Tomorrowland toma la forma de un satélite capaz de atravesar dimensiones y llenarnos la mente con ellas, es el caldo de cultivo perfecto para esa profecía autocumplida. Es, siguiendo la metáfora de la película, alimentar al lobo malo y hacerle más fuerte para sea el único lobo que vemos.

Yo me quedo con la pregunta insistente de la niña lista que deja al profesor sin saber qué decir, porque nunca se ha atrevido a imaginar una respuesta:

¿Qué hacemos para arreglarlo?”.

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