Escuchar no es una opción, es una responsabilidad

Por Matilde Aizpurua

Como en muchos otros debates falsos, a lo largo del debate intrafeminista sobre el trabajo sexual se han ido configurando una serie de posiciones duales contrapuestas que funcionan excluyéndose las unas a las otras: abolición/regulación, radical/(neo)liberal, buena feminista/mala feminista etc. El esquema que se crea a partir de estas oposiciones no hace justicia a la realidad que se vive en los feminismos, no es cierto que solo podamos pensar en en estos términos. La realidad es mucho más compleja (afortunadamente), y tanto por su relevancia como su urgencia, el debate acerca del trabajo sexual merece que hilemos más fino. Escuchar a las voces que tienen algo que decir sobre esto es clave para construir la agenda feminista. Ciertamente, este es uno de los problemas centrales en la forma en la que se aborda la cuestión del trabajo sexual en el contexto feminista del estado: se vulnera el derecho a ser escuchada de algunas voces que sí hablan, que están organizadas, que han desarrollado demandas y que llevan hablando desde hace décadas.

La escucha es una práctica profundamente radical que permite tejer y destejer en todos sus sentidos: para construir, para deconstruir, para consolidar, crear, atar. Escuchar permite, también, crear espacios seguros de mutuo entendimiento. Escuchar parece sencillo, básico, pero no lo es: implica asumir que lo que una piensa es tan válido como lo que la otra persona está diciendo, que lo que una piensa es rebatible, cuestionable, mejorable, cambiable. Escuchar las voces que hablan desde los cuerpos atravesados por distintas violencias implica ser capaz de desconfigurar la forma en la que una mira las cosas y abrirse a la posibilidad de transformar la mirada, con el peligro que ello implica: descontento, desencanto, tristeza, enfado.

Es posible que como feministas, no solo haciendo memoria como lucha colectiva, sino también cada una de nosotras en nuestros círculos personales, nos sintamos familiarizadas con los impedimentos a la hora de la escucha. Acordémonos de las veces en las que hemos tenido de discutir para defender que la lucha feminista es legítima, que las mujeres sufren violencias, que somos sujetos de derechos con una demanda propia, que merecemos ser escuchadas. Hemos ocupado la posición de las “no escuchadas”, y el dolor que se vive en esta posición debería eliminar la posibilidad de ocupar la posición de las que no escuchan. Sin embargo, esto no parece suceder así. Lo ocurrido con el Sindicato OTRAS o en las V. Jornadas Feministas de Euskal Herria sirven como ejemplos de lo hostil que este debate se está volviendo.

En los últimos tiempos se han extendido las posturas feministas excluyentes, sobre todo en relación a la cuestión trans y al trabajo sexual. Las reacciones de este sector feminista, que es el que más representación obtiene y el más arraigado a las instituciones, han sido agresivas ante otras posturas y han creado mucha polémica. Los argumentos que se utilizan desde este sector son de tipo identitario y suelen partir de la pregunta: ¿feminismo para quién? Preguntarse para quién implica delimitar un sujeto y por tanto, construir márgenes; implica preguntarse para quien no. Más allá de esos márgenes habrá un afuera donde habitarán las marginalizadas, las otras, que serán irreconciliables con su feminismo. De esta forma, se crea un relato en el que las otras desempeñan el papel antagonista. En el caso del trabajo sexual, se dice de las otras que forman parte del delirio neoliberal y que lo que defienden obedecen al valor por excelencia del capitalismo: el individualismo. Las otras se vuelven obstáculos para los verdaderos intereses del feminismo. La exclusión se convierte así en uno de los dispositivos de la lucha feminista abolicionista. Pero esta forma de funcionar no es nueva y de hecho, es y ha sido uno de los instrumentos políticos más usados desde la derecha. Rocío Medina Martín hablaba de ello en su artículo: “negar derechos convirtiéndolos en un relato de privilegios es una vieja estrategia de derechas que se está imponiendo en el corazón mismo de los feminismos y que puede marcar un punto de inflexión en nuestra cultura política”.

Aunque no todo el conjunto del feminismo abolicionista tenga estas actitudes, la mayoría de las feministas con discursos excluyentes se definen como abolicionistas y dicen ser las “verdaderas feministas”. Dicen ser las que de verdad defienden la liberación de lo que ellas comprenden como la mujer. Su análisis, como Teresa Maldonado nos explica en un artículo en Píkara magazine, es diacrónico, es decir, analizan la prostitución como una institución patriarcal y capitalista con una larga historia; frente al sector pro-derechos, cuyo análisis es sincrónico. En otras palabras, una visión atiende más a lo histórico y la otra a los problemas a enfrentar en la actualidad. Expresado de esta forma, parece que estas dos visiones pueden ser compatibles y que incluso sería fructuoso fusionarlas. No obstante, en la práctica, la crispación que existe entre ambas posiciones impide que se encuentren en lugares comunes. Muchas de las feministas abolicionistas, más allá de expresar su desacuerdo con el discurso pro-derechos, niegan que pueda ser una posibilidad política e invalidan el discurso mediante varias acciones: denunciando o incluso impidiendo que las feministas pro-derecho estén en espacios de debate o en cualquier espacio de expresión como las redes sociales, tachándolas de proxenetas a través de la figura de mala mujer o construyendo la narrativa de la víctima perfecta a la que se debe socorrer.

Negar la validez de las voces que vienen de los cuerpos atravesados por violencias es despojar al feminismo de sus cuerpos. Un feminismo sin cuerpos es un feminismo que no atiende a los dolores. Escuchar es atender a los dolores de las compañeras. En un contexto como el actual, en el cual las trabajadoras sexuales necesitan tejer redes y alianzas para tener fuerza para hacer frente a la situación tan crítica en la que se encuentran (no solo a consecuencia de la pandemia, sino también por la nueva Ley de Libertad Sexual que se está llevando a cabo desde una perspectiva abolicionista-punitivista), escuchar a las compañeras y sus demandas es primordial. De la misma forma en la que las feministas nos cansamos de justificar la legitimidad de nuestra lucha, los colectivos y sindicatos de trabajadoras sexuales se cansan de justificar que sus demandas sí son feministas, que ellas también tienen derecho a tener derechos y a formar parte del movimiento. Si no se pone en duda que las voces más legítimas para hablar de feminismo son las voces de las mujeres, de las personas racializadas para hablar de racismo o de diversos funcionales a la hora de tratar el capacitismo ¿por qué no asumimos lo mismo respecto al trabajo sexual? Decir que la prostitución es una institución históricamente misógina no es incompatible con la lucha por los derechos de las trabajadoras sexuales. Defender los derechos de las trabajadoras sexuales no es pensar que la prostitución está bien o que es una institución deseable. Desde la lucha pro-derechos también se problematiza todo esto. Pero todavía, a la hora de tratar esta cuestión, seguimos pensando desde el estigma, desde el debate moral acerca del sexo, desde el debate acerca del trabajo, desde el privilegio. Sea cual sea nuestro análisis o nuestra posición, las que deben estar delante son las trabajadoras sexuales y frente a la proyección abolicionista de un mundo sin prostitución, se deben priorizar tanto las vidas como la seguridad económica y social de las trabajadoras sexuales. Para no caer en estrategias hirientes, para no parecernos a la derecha, sustituyamos el para quién por para qué y preguntémonos: ¿feminismo para qué? Si somos feministas porque queremos mejores vidas para las mujeres, escuchar no es una opción, escuchar es un cometido feminista y una responsabilidad afectiva.

 

 

 

 

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