Entre cafés, bandejas y maletas

Por Adrià Fa fred

Se pretende hacer una narración de una escena cuotidiana personal como sería la vuelta hacia casa. Siguiendo el hilo narrativo anteriormente comentado se pretende reflexionar sobre la cuestión del trabajo asalariado y las condiciones que generan en él el turismo.

- Bueno, mañana más, bona nit!

Altas horas de la noche. Poco faltan para las dos, calles muertas. A mis espaldas tengo una mochila con ropa sucia del trabajo y además una jornada que me ha tenido fuera de casa todo el día. Pero no basta, es insuficiente. Sigo dependiendo de mi familia y de su casa. Para tener una cama donde dormir. Para tener una mesa donde comer. Para tener mi lugar.

Y tal preocupación viene y va, bueno, mejor dicho: no se va, viene y viene... Ahora mismo, lo único que me distrae es seguir haciendo el camino rutinario hacia el autobús mientras escucho música en mi mp3. Al máximo volumen posible, para que la música se sobreponga a mis ralladas. Hasta que se me cae el auricular de la oreja izquierda y al intentar volver a ponerlo en su sitio veo que con el brazo izquierdo va a ser imposible. No responde, no sube más. Me duele muchísimo, no puedo subir la mano a la altura de la oreja. Es el brazo donde normalmente llevo la bandeja con la comida y las bebidas. Hasta ese momento no me había dado cuenta de tal dolor o no había sido conscientes. Esto debe ser por la presión anteriormente mencionada que lleva tiempo ya acampando en mi cabeza que se sobrepone al dolor físico.

Sigo caminando, me noto empequeñecido. Juro que horas atrás, por el mediodía cuando recorría el mismo camino al revés, las calles eran mucho más pequeñas. No se podía ir por la acera de tantas personas que caminaban en ella. Y yo debería ser la oveja rara, porque no derrochaba la misma felicidad que todo el rebaño que formaban ellos, ni llevaba bolsas en las manos, ni fotografiaba todo sin ningún sentido. Sólo iba con prisa, esquivándolos en zic  zac. Pues, como he comentado anteriormente, ahora puedo caminar por la acera sin la necesidad de esquivar a nadie. Sólo me acompañan un grupo de seis personas con mucho alcohol en sangre, que siguen derrochando más felicidad que yo pero esta vez son ellos los que van esquivando conos imaginarios. A alguno de ellos le está siendo muy difícil mantenerse de pie. Pero esto me queda lejos y aun así puedo caminar tranquilo, conmigo mismo y nadie más.

Tal momento de tranquilidad se ve rota por unos segundos, cuando noto que algo me pasa casi tocando a una gran velocidad y que un poco más y se me lleva por delante. Observo que es una bicicleta que se ha subido a la acera y va a una gran velocidad. Por un momento, en mi cabeza pasan muchos pensamientos fugaces de gritarle de todo. Hasta que consigo ver que en las espaldas, la persona lleva una mochila de estas enormes con un color fluorescente y el nombre de una empresa de reparto, es decir, es lo que se conoce como un “rider”. Me calmo. Y es que, hará unas semanas, en uno de los turnos partidos me fui a un parque a ver pasar el tiempo y había un par. Lo típico: des de “- ¿Tienes fuego? - No, no fumo” hasta acabar hablando de nuestras mierdas cuotidianas. Con las condiciones que me presentaron entiendo que la bicicleta que casi se me lleva por delante tuviera ganas de llegar a casa. Y es que, al fin y al cabo, hay mucha gente peor que yo. Por un momento, me planteo si no debería quejarme.

No me da tiempo a volver a disfrutar de mi soledad por la calle. Seguidamente veo a lo lejos como tres autobuses que van hacía la parada. Pero uno de ellos me llama la atención, es el que me lleva a casa. Aquí entro en la contradicción de casi cada día que realizo este camino de vuelta. Por una parte mi cabeza tiene mucha prisa de llegar ya a casa. Mi cabeza (o agenda) me recuerda todas las entregas o exámenes de la universidad que me esperan en el escritorio de casa. Diez minutos más, que pueden ser diez minutos más de sueño también. Pero otra parte de mi cuerpo, contradiciendo a la cabeza, mis piernas no tienen tanta prisa, en especial, mis rodillas parecen que ya no aguantan mucho más.

Aun así, sin ser consciente hasta que estoy dentro del autobús, mis piernas han optado por dar el último sprint del día. Aún me queda acabar el circuito de obstáculos intentando saltar todas las maletas que hay en el pasillo. Tampoco hay ningún asiento libre y tiene pinta que la gran mayoría se bajaran en la última parada que es el aeropuerto.

El autobús va circulando por la Gran Vía que está inundada de publicidad electoral. Todos los candidatos con sus mejores sonrisas y presentándose como la solución a todos los problemas habidos y por haber. Mientras se me esboza una sonrisa irónica al ser consciente que en definitiva todos mis problemas ni los del resto les interesan.

Cuando ya estamos saliendo de Barcelona y entrando en Hospitalet opto por sentarme en el suelo, entre las maletas. Al fin y al cabo es como durante el día me he sentido, como un objeto. Un objeto que se acerca a una mesa preguntando que quieren beber y comer para posteriormente llevárselo con una gran sonrisa. Entre maletas pienso en mil respuestas podría haber hecho a encargados y jefes al pedirme todo más rápido. O a clientes que son peores que los anteriores con sus exigencias y poca empatía. Lo mandaría todo a la mierda.

Pero ahora ya es tarde, como no se lo diga a las maletas... De eso ya hace horas y en el momento, sólo me ha salido una sonrisa falsa. Y mejor, porque necesito la pasta. Decido sacar el móvil y seguir escuchando música o alguien contando sus mierdas sobre una base musical. Escuchar mierdas de terceros para olvidarse, las de uno mismo.

Desbloqueo el móvil para ver que se cuenta el mundo. La gran mayoría son selfies y videos de gente de cenando, en el cine o de fiesta. Me hace reflexionar sobre como mi vida social en los últimos años ha ido a menos. Pero el tiempo no me da, yo lo estiro, pero ya no da. Me hace sentirme solo, pero no es la misma sensación que la que sentía cuando iba por la calle, esta sensación no mola, es otra mierda más.

Dejo mirar fotos  para mirar  el  correo. Nada interesante. Hasta que me salta una notificación del grupo del curro. Es un compañero, se despide. Es de los más currantes pero ya no lo pueden renovar más, ya que lo tendrían que hacer fijo. Y a la empresa, por mucho que trabajé, no quieren hacerlo fijo porque es negro. Y los altos cargos nunca lo han querido. En ese momento, vuelvo a pensar: “No, si aún no me podre quejar de mi situación”. Todo y que, tampoco tenga mucha estabilidad yo, ya que me van renovando mes a mes. Total inseguridad. Dimensiones que al lado de incertidumbre y amenaza atribuye a lo precario Isabell Lorey en “Estado de inseguridad; gobernar la precariedad”. En este ensayo podemos ver como se realiza un minucioso estudio sobre la precariedad para que entendamos que es una forma de regulación que caracteriza nuestra época historia y no una condición pasajera (1)

Por fin llego a casa, pero la llave no entra en la cerradura. Algo falla. Necesito unos segundos para darme cuenta que estaba intentando meter la llave de la taquilla del trabajo en la cerradura del portal. Bien por mí. Me intento consolar pensando que al menos no he sacado la T-JOVE (la tarjeta trimestral del transporte público). Entro al ascensor y mientras va subiendo, me miro al espejo: jeto importante.

Una vez estoy fuera del ascensor me dirijo ya hacia mi casa, bueno, mentira, hacia casa de mis padres. Aún no he acabado de abrir la puerta que ahí está el, saltando como un loco. El perro de mi hermano pero que como uno más de la casa se debe preguntar porque paso tantas pocas horas en casa. Lo acarició, mientras intento calmarlo ya que el corazón le va a mil. Seguidamente me viene un olor a tortilla de patatas que me mata. Me cojo un trozo y empiezo a comer casi sin respirar. Hasta me ha entrado hipo y me sorprende mi gula por comer. Hasta que recuerdo que en el cuerpo sólo tengo los cuatros cafés y aquella ensalada con un poco de pan con tomate. Y bueno, aquella coca cola que me he bebido a escondidas sin que me viera ningún encargado, porque estaba mareado y ya me había comido un azucarillo de café sin ningún tipo de efecto. En tal momento recuerdo aquel pequeño libro sobre los restaurantes: “Es raro que los trabajadores de un restaurante puedan costearse comer regularmente en el restaurante en que trabajan. Es común que los trabajadores de un restaurante llevemos platos de comida exquisita toda la noche sin nada más en el estómago que pan y café (2)” (:20, 2013).

Mi estómago casi vació mientras podía ver como cuando trabajaban mis superiores se podían parar a comer cuando quisieran, el que quisieran de la carta y donde quisieran (ya sea en la barra o en una mesa del comedor). Esto sorprende cuando el lugar de comida del personal está lo más apartado posible del resto de clientes y debemos comer fuera de nuestro horario laboral, sin hacer mucho ruido. Ya puedes hacer las horas que sean, que no vas a tener descanso. Recuerda a la idea que explica Valentina Longo en “Lusso low cost. Vivere, lavorare e moriré in crociera” donde podemos ver como ella observa que existen diferentes “grados de humanidad” al hacer etnografía en un crucero de lujo. Desde si existe la oportunidad de ver la luz solar o no, la decoración de los espacios, el estar cara al público o no, la calidad de la comida, etc. En definitiva, sea crea una sociedad segregada con diferentes grados de humanidad.

Después de todas estas reflexiones nocturnas y haber arrasado con todo lo que había comestible por la comida, me doy cuenta que ya son casi las tres de la madrugada. Pero aún no me puedo ir a la cama. Aún me quedaran un par de cafés más y plantarme delante de la pantalla del ordenador a hacer algo de las entregas.

Aún queda. Y aún quedara cuando me meta en la cama por fin. Aún quedara mañana y el otro, y el otro… Pero al fin y al cabo esta es sólo mi historia de mí día a día: entre cafés, bandejas y maletas. Pero como la mía hay miles de historias. Como la historia de aquella persona que no recibe estabilidad laboral por ser negro. O aquella historia de aquella chica que para ella el caminar por la calle sola no es algo positivo y se enfrenta a miradas, comentarios y agresiones por ser tratada como un objeto sexual. Se puede sumar también la historia de aquella persona que al no tener papeles no puede acceder a un trabajo legal. Pero tiene que comer, entonces decide vender ropa en la calle aun sabiendo que quizás la policía le perseguirá por la calle a porrazos. Pero yo no quiero hablar por ellas, no quiero apropiarme de sus historias, sin vivir su día a día.

Hay mil historias más. Que se escriban todas para visibilizarlas.

 

1 Butler, J. (2016) Prefacio en Estado de inseguridad, governar la precariedad. Traficantes de sueños: Madrid.

2 Fuego, R. (2008 [2013]) Abajo los restaurantes. Editorial Klinamen: Madrid.

 

* Imagen obtenida de http://ajuntament.barcelona.cat/casadelabarceloneta1761/sites/default/fi...

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