Todo mi cuerpo era de agua, atrapado en un caja de cristal

Por Sandra González Durán

En Suecia, desde comienzos del año 2000, en el contexto de un endurecimiento de las condiciones para obtener el estatus de asilado político, cientos de niños/as y jóvenes refugiados han enfermado gravemente tras serles denegado y ordenada la deportación a sus familias. Los términos síndrome de la resignación (resignation syndrome) y síndrome de la apatía (uppgivenhetssyndrom) han sido acuñados para denominar la pasividad total, inmovilidad, falta de tono muscular, mutismo, retraimiento, imposibilidad de comer o beber, incontinencia y ausencia de reacción a los estímulos físicos o el dolor sin causa orgánica que presentan (Bodegård, 2005).

Como se reseña en el reportaje del New Yorker, The trauma of facing deportation firmado por Rachel Aviv, la movilización de la sociedad civil tuvo impacto político y el parlamento sueco aprobó una ley temporal que permitió revisar 30.000 solicitudes en las que finalmente el permiso de residencia era otorgado. Desde este marco, exploro 1tentativamente algunos elementos significativos que se movilizan en la narrativa mediática de este reportaje sobre la enfermedad: la definición biomédica de lo cultural, la psiquiatría como saber/poder en estado de excepción permanente, la “no voluntad de enfermar” como gestión neoliberal del yo enfermo y la politización de la enfermedad como metáfora del conflicto de valores de la nación sueca.

Los límites del modelo biomédico parecieran señalarse mediante el recurso a nociones antropológicas como culture-bound syndrome o muerte por voodoo y así recoger el peso de las dimensiones sociales y culturales de la enfermedad. Sin embargo, estas nociones se usan confusa y descontextualizadamente desde una definición de lo cultural como “creencia” propia, precisamente, del modelo biomédico. Siguiendo a Good (1994: 10), la biomedicina se articula sobre la premisa de producir un conocimiento que es “espejo de la naturaleza”, esto es, objetivo y universal, relegando a otros sistemas de conocimiento al estatus de creencias con su consecuente desvalorización. De este modo, cuando el malestar subjetivo no tiene un correlato fisiológico se conceptualiza generalmente como “creencias” o estados psicológicos. Esto pone de manifiesto la lógica de que “nosotros poseemos la verdad, los otros creencias”. La definición de la cultura como conjunto de creencias refleja y reproduce a un mismo tiempo esta epistemología subyacente, su estructura de relaciones de poder y el olvido de que todo discurso, y por tanto también el médico, se inserta en las relaciones sociales, en prácticas lingüísticas y amplias narrativas culturales entorno a la vida y el sufrimiento (Ibídem: 21-24). Esto queda expresado de la forma más extrema en las afirmaciones del pediatra Karl Sallin:

“He tratado de persuadir a la gente para que participe conmigo en estudios, pero ha habido esta resistencia a mirar en el cerebro y reconocer que hay un sistema biológico en funcionamiento”, dijo él. “La gente ha construido este tipo de sistema de creencias entorno a esos niños, y aquí es donde entra el permiso de residencia—es el símbolo en esta batalla.”

No solo el término culture-bound syndrome, enfermedades propias de un contexto cultural específico, es en sí problemático dado que puede invisibilizar que las etiquetas diagnósticas occidentales para las patologías son también construcciones culturales (Liria, 2002), sino que en el reportaje se utiliza aludiendo a dos países no occidentales sobre la premisa de que “las creencias locales sobre la autenticidad de los síntomas las refuerzan”. Así, reproduce y refuerza varias dicotomías del conocimiento biomédico: lo biológico/ lo cultural, los signos y síntomas/las creencias, lo real/lo irreal, lo legítimo/lo ilegítimo. De ahí que lo psicológico, y muy especialmente lo cultural sean considerados como elementos contextuales pero sobre los que sobrevuela la sospecha de su capacidad de producir enfermedad real, auténtica y legítima.

También se manejan reductiva y superpuestamente dos nociones, muerte por voodoo y efecto nocebo, que señalan la capacidad de enfermar de lo social y lo cultural en sus complejas dimensiones materiales y simbólicas, pero en el texto se utilizan como sinónimo de la capacidad performativa del etiquetaje diagnóstico de los médicos suecos, no cómo una capacidad inherente a todo sistema biomédico.

Como el curandero, ella (la médico) tiene la autoridad para dar forma a las creencias de las personas acerca de su propia biología. En términos más contemporáneos, ella y otros doctores suecos crean las condiciones para un efecto nocebo: las familias creen que a no ser que la residencia les sea otorgada —la única medicina—sus hijos van a consumirse.

Además de basar la argumentación simplistamente en una cadena lineal de causas-efectos, pareciera poner bajo sospecha que una medida política con profundas implicaciones socio-culturales y psicológicas tenga la capacidad de posibilitar la recuperación de un estado de grave sufrimiento psíquico ocasionado precisamente en ese mismo entramado de condiciones políticas, socio-culturales y psicológicas. El hecho de que las múltiples implicaciones vitales de la obtención de este estatus legal haya posibilitado la recuperación de los niños/as y jóvenes no parece explicitar las limitaciones del modelo biomédico, por contra se extiende una sutil deslegitimación ante que sufrimientos por causas socio-culturales y por lo tanto políticas, puedan ser aliviados en estos mismos términos.

Las limitaciones del modelo biopsiquiátrico y farmacológico quedan replegadas sobre la idea de “excepcionalidad” sin que las múltiples y permanentes excepcionalidades a las que se encuentra abocada la disciplina parezcan deslegitimarla aún y cuando ha de articular narrativas sobre la enfermedad desde nociones tradicionalmente externas a su disciplina o incluso en contradicción con sus premisas. Así, se recoge la noción de trauma, la enfermedad cómo metáfora, las condiciones estructurales de carácter socio-político, y la noción nativa sueca trygghet como alusión a la necesidad vital de seguridad, confianza, sentido de pertenencia y ausencia de peligro, ansiedad y miedo.

Aunque se recoge en este mismo sentido el pensamiento del filósofo Hacking sobre la necesaria interrogación sobre qué es lo que hace posible en una civilización dada se den específicas formas posibles de locura, a la definición biomédica de lo cultural se le suma lo social como elemento que articula la posibilidad de enfermarse y que, además, se psicologiza. De las condiciones de vida compartidas en su estatus de refugiados, las dimensiones destacadas por su potencial desencadenante de la enfermedad son las relaciones interpersonales, en el doble sentido de las relaciones entre pares y las relaciones familiares. Así, se plantea en qué medida las relaciones entre los niños/as y jóvenes refugiados podrían posibilitar el contagio o la imitación, la preocupación por “la forma” que toma el sufrimiento resulta más reseñado que la existencia compartida del mismo, y la constitución de la identidad en el entramado familiar definido como “culturalmente holístico” podría posibilitar la manipulación emocional por parte de los padres. Parece que sólo el modo de individuación occidental contemporáneo es el válido para constituir sujetos sanos y no tanto que las problemáticas específicas dentro de los diferentes modos de subjetivación nos enfermen de maneras diferentes. Al mismo tiempo, una gestión neoliberal de sí emerge respecto del rol del enfermo entendido en términos biomédicos como a-histórico, a-cultural y a-político y problemáticamente biopsiquiátrico como ente separado y claramente delimitable respecto de su enfermedad de causas neuroquímicas (Weiner, 2011). Y en este marco, el escrutinio periodístico de la voluntad del niño/niña o joven que enferma se asimila a una prueba de realidad psiquiátrica, si es o no locura, y no de verdad (Foucault, 266).

Él cuenta que durante sus meses en la cama se sintió como si estuviera en una caja de cristal con frágiles paredes, en la profundidad del océano. Él pensaba que si hablaba o se movía crearía una vibración que haría que el cristal se hiciera añicos. “El agua podría entrar y matarme”, dijo. Cuando terminamos de comer, le pregunté a Georgi si él se daba cuenta de que ha su familia le habían otorgado la residencia debido a él. Serio y respetuoso, consideró la pregunta como si la hubiese hecho una profesora. “Cuando pienso sobre ello ahora no pienso que yo quisiera hacer esto”, me dijo. “No si empiezo a pensar sobre cómo me sentí en la caja de cristal”. (...) “Todo mi cuerpo era de agua”. La experiencia de Georgi de estar atrapado en una caja de cristal a mi me sonaba como a un sueño, pero él dijo que durante los cinco meses que había estado en la cama no había soñado. “Poco a poco, después de unas semanas o un mes, comencé a entender que no era real”, me dijo. “El cristal no era real. Y ahora — ahora entiendo que no era para nada real. Pero en ese momento era muy difícil, porque cada movimiento podía matarte. Estaba viviendo ahí”

Cuando la subjetividad del sufrimiento es expresada a tientas poniendo palabras a lo que no puede nombrarse, surge en un primer plano la comparación con un sueño teniendo éste connotaciones específicas en el imaginario occidental asociadas a lo irreal, lo inmaterial, y por tanto, desestimándolo como forma de expresión de un conocimiento experiencial.

Descrita Suecia como el “paraíso para los refugiados”, “una utopía” o “la tierra prometida”, la definición del conflicto político se da en términos internos invisibilizando las cuestiones geopolíticas, por arriba, y las subjetividades colectivas e individuales, por debajo.

Los “niños apáticos” encarnan la peor pesadilla de la nación sobre qué será de los más vulnerables si Suecia abandona sus valores.

Es un conflicto para el estado sueco y sus ciudadanos respecto de sus propios valores como nación, su ética de la compasión, los límites de su empatía, y por tanto las políticas de refugio que se derivan de los mismos. Pero de forma no menos relevante queda abierta la siguiente pregunta, ¿mediante qué procesos y mecanismos estos niños/as y jóvenes son reseñados cómo metáfora para el estado sueco y no cómo sujetos políticos de su propio sufrimiento?

 

Bibliografía

Bodegård, G. (2005). Pervasive loss of function in asylum-seeking children in Sweden, en Acta Paediatr. Dec;94 (12), pp.1706-7.

Fernández Liria, Alberto (2001). De las psicopatologías críticas a la crítica de la psicopatología, en Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq, vol XXI, n.º 80, pp. 57-69.

Foucault, M. (2005). El poder psiquiátrico. Madrid, Ediciones Akal.

Good, B. (1994). Medicine, rationality, and experience. United Kingdom, Cambridge University Press.

Weiner, T. (2011). The (Un)managed Self: Paradoxical Forms of Agency in Self-Management of Bipolar Disorder, en Culture, Medicine and Psychiatry, (35), pp. 448-483.

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