Imágenes de la locura: una doble mirada

Por Francisco Sánchez

Introducción

El trabajo propuesto aborda la representación de la locura en los medios de comunicación, específicamente el cine, a través de un análisis de los supuestos culturales subyacentes a la hora de (re)presentar la enfermedad mental mediante imágenes. En este sentido, y como veremos en el desarrollo del trabajo, los principales temas tratados serán: (1) el papel de los medios de comunicación en la percepción pública de la enfermedad mental – y su estrecha relación con la interpretación clínica – a través de los estereotipos, así como (2) una breve exploración de posibles alternativas críticas a la hora de crear y movilizar imágenes de la locura.

  1. Imágenes y Psiquiatría

En la llamada Postmodernidad, marcada no tanto por una ruptura con la Modernidad sino por la inauguración de nuevas maneras de practicar la cultura y la política (Harvey 1991), se privilegia lo visual frente a lo verbal (logos). En la actual cultura visual, no importa tanto la mera proliferación de imágenes en sí, sino la dimensión simbólica de las mismas, es decir las imágenes en tanto mensajes. Guy Debord, en La sociedad del espectáculo (2002), nos remite al carácter social de la técnica cuando conceptualiza el “espectáculo” no como un conjunto de imágenes sino como una relación social entre las personas, mediatizada por las imágenes.

Las sociedades capitalistas contemporáneas han devenido, mediante las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, en sociedades mediáticas de consumo (Jameson 1991). La realidad social se disuelve en representaciones. La espectacularización de la sociedad no hace sino ofrecer como mercancía una imagen “idealizada” (o al menos manipulada) de la realidad – en nuestro caso de la enfermedad mental – que mediatiza nuestra relación con el mundo y los otros, a la vez que potencia las relaciones de dominación existentes (marcadas por la Psiquiatría Clínica en tanto evidencia científica).

Los medios de comunicación en tanto mediadores de representaciones, tienen un efecto material sobre la opinión pública respecto a la enfermedad mental.  Los estereotipos cinematográficos sobre la enfermedad mental provocan su asunción, por parte de la audiencia, como “hechos” (Little 2009). Estas representaciones en los medios de comunicación tienden a ser negativas o, en el mejor de los casos, desfavorables puesto que los portadores de dichas enfermedades son presentados en términos cómicos, de diferencia, peligrosidad o violencia, produciendo así actitudes y comportamientos estigmatizadores y exclusión social (Wahl 1995).

La mirada clínica de la Psiquiatría hacia la enfermedad mental (Foucault 2001), en tanto disciplina científica, adquiere la función de proveer definiciones de lo que considera “normal” o “patológico” que acaban permeando a la sociedad en forma de “sentido común” (Correa-Urquiza et al. 2015: 77). De esta manera, la mirada del espectador tiende a incorporar, explícita o implícitamente, la mirada clínica sobre la locura.

  1. La mirada clínica: observar e identificar

Las representaciones de la locura en el cine – entendido como objeto cultural – vienen a ser un indicador tanto de la manera en la que la sociedad conceptualiza y aborda la enfermedad mental como de nuestras actitudes hacia ella (Gilman 1982). Las concepciones de la locura no son descubrimientos sino construcciones históricas (Foucault 1988; Scull 2015) que, en nuestras sociedades occidentales, se hallan estrechamente ligadas al nacimiento de la Psiquiatría en tanto la disciplina histórica y socialmente legitimada para nombrar y tratar las enfermedades mentales (Scull et al. 1996). De esta manera, la Psiquiatría adquiere un papel relevante en la conformación de la percepción pública de la locura a través de la cultura popular. En la década de los setenta, la Psiquiatría adopta el modelo diagnóstico de la medicina basado en la idea de que la enfermedad, como objeto de conocimiento científico, puede ser aislada. Así, la Psiquiatría Diagnóstica adoptó el modelo científico biomédico para interpretar las enfermedades mentales como entidades naturales equivalentes a desordenes corporales (Horwitz 2003). Mediante este sistema diagnóstico basado en síntomas, la enfermedad mental es vista como la suma de sus síntomas, tomadas como entidades discretas que refieren a entidades patológicas (Ibíd).

Bajo el modelo biomédico adoptado por la Psiquiatría en el siglo XIX, el cuerpo, como objeto científicamente observable, se convierte en el medio por el cual “identificar/reconocer” los trastornos mentales a través de sus “signos físicos” (Huertas 2003). En 1801, Philippe Pinel fue el primero que proporcionó ilustraciones para documentar sus casos médicos. Por su parte, Jean Etienne Dominique Esquirol creó un atlas de las expresiones de los enfermos mentales entendidas como ilustraciones diagnósticas. Este empresa de identificación de cada tipo de locura con su expresión facial, fue completada por la obra The Physiognomy of Mental Disease de Alexander Morrison que, en 1840, incluyó 108 litografías en las que distinguía fisionómicamente los rasgos visibles característicos de cada entidad patológica, al contrastar los “signos físicos” del mismo paciente “antes” y “después” de su “recuperación”.

A mediados del siglo XIX, la incorporación de la fotografía en la práctica diagnóstica psiquiátrica, significó un paso decisivo hacia la consideración de la psiquiatría como ciencia en virtud de su presunta objetividad. Cuando la psiquiatría dinámica se constituyó, ya en el siglo XX, como la rama dominante dentro de la disciplina, la visualización de la enfermedad mental perdió el carácter clasificatorio y diagnóstico de la que gozó el siglo anterior. Sin embargo, la tendencia biologicista de la década de los noventa del siglo XX, retoma la dimensión visual de la enfermedad mental poniendo el foco en el cerebro (y los genes). De este modo, las nuevas representaciones de la enfermedad mental, por ejemplo a través de las técnicas de neuroimagen, retoman la función diagnóstica de dichas enfermedades.

Bajo esta perspectiva, los aparatos de observación – ya sean cámaras, dispositivos de radio-imagen o de resonancia magnética – son tomados, de este modo, como aparatos independientes de la realidad que exploran, dotando así, de “objetividad” a las imágenes producidas. No se trata solamente de una manera de “ver el mundo” sino también de una particular forma de visualizarlo, ya que existe siempre una preselección no sólo de aquello que se va a registrar sino también del modo en que se hace (mediación tecnológica). Como apuntan Lorraine Daston y Peter Galison, “las maneras de ver devienen maneras de conocer” (Daston y Galison 2007: 368). Es decir, las distintas formas de ver, no sólo dictan cómo parece ser el mundo, sino también nuestras formas de acceder a él, de conocerlo y re-conocerlo. Por lo tanto, dichas visiones pueden ser entendidas como una suerte de “epistemología materializada” (Wise 2006), pues en ellas se encuentran involucrados compromisos epistemológicos que a su vez producirán formas de conocer. El actual dominio de las imágenes no refiere sólo al carácter descriptivo de las mismas sino también al normativo.

  1. La mirada del espectador: la locura como diferencia verificable.

“El significado no está en la imagen, sino que está, a través de la imagen montada, en la conciencia del espectador”

André Bazin

El cine construye relatos elaborados con el fin de afectar la sensibilidad del espectador. La producción cinematográfica adquiere una estrecha relación con la realidad, ya sea en su intento de representarla – como una ventana abierta a la realidad – o como una construcción que ha de basarse en la realidad incorporada de quien la lleva a cabo, es decir, en virtud de su artificialidad dada la agencia humana. En este sentido, podemos considerar toda producción cinematográfica como un relato de  o sobre la realidad, ya sea en películas de ficción o en documentales, pues todas ellas, en tanto “información-sensible”, nos afectan (Cavell 2006). Con otras palabras, el cine es una manera de dotar de cierto orden al mundo a través de imágenes que afectan, provocando una experiencia visual nunca cerrada por completo. Otro problema diferente es el de sus pretensiones de objetividad y fiabilidad vinculadas a su función epistémica.

Bajo esta perspectiva, varios autores abogan por el uso de las películas para promover un mejor entendimiento de las enfermedades mentales. Estas propuestas, dirigidas a diferentes audiencias tales como estudiantes de medicina (Walter et al. 2002), estudiantes de cine (Dale et al. 2014)) o el público en general (Rosentock 2003; Owen 2007), aluden a una representación, a menudo, ‘imprecisa’ de la enfermedad mental que conllevan a actitudes negativas hacia sus portadores. Sin embargo, llama la atención que dicha ‘imprecisión’ o ‘inautenticidad’ de la representación cinematográfica de la enfermedad mental, sea baremada exclusivamente desde la perspectiva biomédica aportada desde el campo de la Psiquiatría, en la mayoría de los casos recurriendo al Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) y a la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA).

Si bien es cierto que las imágenes de la enfermedad mental en los medios de comunicación en general, y en el cine en particular, enfatizan la peligrosidad, la criminalidad o/y la impredecibilidad (Stuart 2006; Philo et al. 1994) contribuyendo al estigma y a la consecuente discriminación social, se echa en falta la incorporación de las experiencias de aquellos que viven/vivieron personalmente una experiencia con la enfermedad mental para adecuar dicha “autenticidad” al evento vital que suponen los procesos de salud/enfermedad más allá de la exclusiva mirada biomédica.

Como señala Sander Gilman (1988: 2): “la representación del paciente es (…) la imagen de la enfermedad antropomorfizada”. Con otras palabras, las representaciones visuales de la locura remiten a una “identidad patologizada” observable, entendida como la suma de los síntomas a través de estereotipos culturales de la diferencia y sus derivadas estigmatizaciones. Ante la ausencia de los antiguos límites institucionales asilares, los límites simbólicos se encargan de marcar esta diferencia entre el “nosotros” y el “ellos” (Cross 2004). Las actuales representaciones cinematográficas de la locura funcionan como documentos de patologización. No es de extrañar que en las representaciones cinematográficas de la psicosis, las alucinaciones visuales adquieran un papel central – dado la mercantilización de dichas representaciones a través de los recursos técnicos propios de la producción cinematográfica – en detrimento de las auditivas – las cuales son más comunes en personas así diagnosticadas. En las actuales sociedades capitalista – y su preeminencia de lo individual frente a lo colectivo –, la locura debe ser reconocible, identificable visualmente, para demarcar la mismidad de la otredad, a través de la verificación del diagnóstico. La representación del otro como diferente, asume la función de autoafirmar la propia mismidad que se siente a salvo de los problemas (re)presentados. Sin embargo, estas “imágenes aparecen como indicadores de una dificultad de los normales para integrar una diferencia” (Pié, 2009: 95).

Las representaciones cinematográficas de la enfermedad mental – en virtud de su construcción social e histórica – pueden ejercer una poderosa influencia en las percepciones públicas también en términos positivos. Si de lo que se trata es de eliminar tanto las actitudes y comportamientos estigmatizadoras del espectador así como mejorar la vida social de los sujetos etiquetados como “enfermos mentales”, se hace necesaria una politización de la diferencia (Ellis y Kent 2011) con el objetivo de que los afectados se pongan al cargo de sus propias representaciones, mediante: (1) un reconocimiento de la importancia de estas tecnologías de la representación, (2) un compromiso ético en la producción “profesional”, uso y movilización de las imágenes de la locura, y (3) una responsabilidad para-con las audiencias y los sujetos representados. Quizá una suerte de cine colectivo sin autor (Tudurí 2014; Sedeño 2012) sea una posible respuesta colectiva a la actual individualización del sufrimiento mental que, yendo más allá de las etiquetas diagnósticas, entienda dicho sufrimiento como un evento humano que concierne no sólo a aquellos sujetos diagnosticados, sino a la sociedad en su totalidad.

 

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