#cuéntalo, la historia de Challito

Por Araceli Macías García

 

Gracias Challito,

por contarme su historia.

En Palacagüina, donde nací, casi no había calles ni casas y la pobreza lo inundaba todo. Mi madre era muy pobre y sobrevivía lavando y planchando para otras familias. Como no teníamos ni agua ni luz mi mama lavaba en el río y era allí donde también paría sus embarazos. Yo era la mayor de mis hermanas y el día que nací mi mama llevaba una gran maleta para lavar, ya casi estaba llegando al río cuando vi la luz por primera vez: me llamó Rosario.

Recuerdo mi infancia como privilegiada porque recibí mucho amor, cuido, y cariño de mis abuelos. Esa era mi dicha. Cuando mi mama se tuvo que ir a trabajar a otro departamento me dejó con mis abuelos y se llevó a los niños pequeños con ella. Fue entonces cuando me abusaron por primera vez. En ese tiempo no se le decía abuso porque la familia te acusaba a ti: que si eres esto o lo otro, me decían. La verdad fue que tres jóvenes me abusaron y mis abuelos me querían igual pero mis tíos no me dejaron seguir en la casa y tuve que pedir asilo a los vecinos. Y así pasé de una casa a otra hasta que estalló la guerra y me fui a Managua.

En 1986 conocí a unos sacerdotes de una brigada de Bogotá y ellos me salvaron. Yo no tenía nada y ellos me daban alimento y me ayudaron a seguir estudiando. Ahí yo ya tenía a mis hijos, de un hombre que no quería. Después de la guerra el me compró porque yo estaba sola y era descalza, ¿qué podía hacer?

Los sacerdotes me ayudaron a montar mi huerto familiar y yo iba todos los días a la plaza a vender rabanitos y zanahorias aunque casi nadie me compraba. Después me metieron en una panadería cooperativa y ahí comencé a trabajar duro. Todos los días me iba a las 5 de la mañana y hasta las 9 de la noche no regresaba a la casa. Me sentía tan satisfecha de poder vender el pan que en ese tiempo no sentía dolor.

El papa de mis hijos me reclamaba porque llegaba muy tarde y decía que andaba con otros entonces intentaba pegarme cuando llegaba a la casa. Me amenazaba y me decía que me iba a quitar a los niños, “te vas a quedar sola y te voy a matar”. Entonces, llegó un día, en que me amenazó con la pistola y se la quité, ¡yo era la que lo quería matar! Cuando el sacerdote se enteró me sacó de la casa y me mandó a costurar.

Éramos más de 40 alumnas y yo fui la primera, era la mejor. Tenía 16 años. Era buena y me ambicioné en el dinero para que a mis chavalos no les faltara de nada. Yo quería que ellos tuvieran sus zapatitos nuevos para la escuela, sus cuadernos, sus mochilas…

Me donaron 60 yardas de tela y una mujer me prestaba la máquina de coser y a cambio yo le limpiaba la casa. El padre también me había dado dinero para comprar una máquina pero me lo gasté en comida, mis chavalos tenían que comer.

Para ahorrar me puse a aprender a pintar y pintaba tela, ahí me fue bien y conseguí el dinero para la máquina de coser. Pero llegó el Mitch y se lo llevó todo, la situación fue terrible. Además uno de mis niños se enfermó y tuve que vender la máquina de coser para pagar la sangre, el hilo, la anestesia, etc. Y los sacerdotes se habían ido y yo ya no tenía a nadie, volvía a ser descalza.

Trabajé mucho y salí adelante, conseguí volver a comprarme la máquina y cosí para todo el mundo. Y, aunque tuve años en los que dejé la costura, ahora estoy estable, tengo mi casa, mi negocio, soy la lideresa de la comunidad y también quiero volver a la pintura.

El liderazgo… yo creo que es algo con lo que se nace. Me acuerdo que cuando era niña cogía piedras de aquí y de allá y, en la escuela, las colocaba alrededor de las plantas. Un día el profesor lo vio y mandó a los otros niños para que también lo hicieran.

Otro día se me ocurrió que podíamos ir al cerro que estaba por detrás de la escuela. Les dije a todos que iba a subir a ver la escuela desde arriba. Cuando me di cuenta me seguían unos diez niños. Llegamos arriba y ya se nos olvidó mirar la escuela porque un poquito más adelante había un palo de chilincocos. Entonces, vacié mi bolsa – no tenía mochila – que ponía “Azúcar refinada San Antonio”. Saqué el cuaderno - que mi madre me había hecho con papel de empaquetar cosido con hilos de saco - y mi cabito de lápiz, nunca conocí un lápiz nuevo. Llené la bolsa y regresamos.

Al día siguiente, antes de entrar en el aula, me dice el profesor “¡a ver líder véngase para acá!” pero como yo no me llamaba así me fui a sentar a la silla. Entonces el profesor se puso en medio del aula y preguntó: “¿La conocen a ella? Ella es la líder que dispuso llevarlos a todos”. Yo no sabía que era esa cosa de ser líder pero ese día pasé de las 7 de la mañana a las 11 en medio del patio sujetando un bloque, descalza al sol mientras los niños me miraban.

En 1993 empecé a colaborar con Fundemuni, fui fundadora, y buscaba otras mujeres que necesitasen ayuda y apoyo y las llevaba allí. Ahí comienzan a decirme que soy líder otra vez.

En 2001, después que pasara el Mitch, fui a vivir al barrio de Pueblos Unidos, donde tengo mi casa ahora. Ahí comencé a hablar con las mujeres y conseguí organizar a 23 para reunirnos todos los meses en la comisaría de la mujer – que ya no existen – y hablábamos y nos ayudábamos siempre que alguna vivía la violencia. Después me involucré en dar educación preescolar, medioambiental, de adultos, etc. Y desde entonces soy la líder de mi comunidad, digamos que soy la referencia cuando alguien necesita ayuda.

Esta es Challito, una mujer que nunca paró de luchar, ahora referente de su comunidad, el barrio de Pueblos Unidos, Nueva Segovia (Nicaragua). Su historia es la de muchas, es la historia de la violencia patriarcal que carga contra el cuerpo de las mujeres con toda su furia buscando someterlas y destruirlas. Escribo sus palabras por dos motivos. El primero porque la fuerza de Challito se merece traspasar fronteras e inundarlo todo. Lo segundo, porque ayer se hizo pública la sentencia de La Manada confirmándonos a todas que la ley no nos protege. ¡Pobre Challito que pensaba que culpabilizar a la víctima era cosa de su infancia! ¿Qué pensará cuando le cuente que las historias de violación, aquí en el Norte blanco, siguen teniendo el mismo fondo culpabilizador?

Luchemos, veámonos en los rostros de las otras – de todas ellas – creemos un frente común desde la diferencia, pero sin que esta nos distancie. Compartamos la violencia que sufrimos para no soportar solas el peso del sistema. Y, sobre todo, gritemos bien alto lo que decían las mujeres defensoras de derechos humanos en el Instituto de Liderazgo de Las Segovias: “El dolor en las rodillas es de no querer doblegarnos”. Ojalá llegue un día en que el único dolor que sintamos sea ese.

 

 

 

 

 

 

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